Éranse una vez unas pestañas largas y castañas, que me volvían loca. Que atravesadas por la luz del sol brillaban de forma distinta, que le daban un aire inocente a tus ojos, que al bajarlas temblaba el mundo. Éranse una vez tus párpados que las sostenían. Suaves. Lisos. Templados. Tal vez, la parte que más me gustaba de ti y que más te diferenciaba del resto, porque en ellas podía verse tu lado más vulnerable. Érase una vez, ya que una vez lo fue, una mirada clara y transparente; de esas que intentas evitar porque en cuanto se cruzan con la tuya es imposible salir de ellas. Y de esas que no se logran olvidar tan facilmente.
Érase la tranquilidad que me desprendía. Y tu olor.